11.9.06

Una urbe sobre la avenida

Relatos de un viandante sobre el megaplantón
La incredulidad recorrió los rostros de los hombres con el sol negriamarillo como estandarte. El entusiasmo en millones de ojos atentos devino en cansancio adelantado. Por sorpresa se escuchaba una frase imponente, imperativa, imposible de contradecir. El “sí” que emergió de la masa de gargantas fue automático, más por inercia que como un acto reflexivo. Y en ese momento, el Paseo de la Reforma –ese paseo que permitía a Maximiliano y Carlota, y luego a Don Porfirio, disfrutar su traslado del Alcázar de Chapultepec al Palacio Nacional–, previamente vaciado de autos y de personas, ser invadido por lonas inmensas y desproporcionadas –al menos que sus posibles ocupantes fuesen gigantes o cíclopes– , cuerdas atadas fuertemente a coladeras, postes y todo aquello suficientemente estable, y gruesos tubos metálicos penetraron en su asfalto. El levantamiento inició en la fuente de petróleos y avanzó los muchos kilómetros hasta el corazón de México, la plaza de todas las culturas que es el Zócalo. Los corazones, excitados, palpitaban. Los rostros asustados, temerosos ante la magnitud de la empresa. Los más, si no en desacuerdo, sí inquietos y poco convencidos. El magno “sí” se gritó como cualquier otra consigna. Pero implicaba un acto inédito en la historia del país: el campamento de protesta política más numeroso, extenso y riesgoso de la historia. Tomar la calle era tomar la historia, y apoderarse para sí del simbólico mito detrás de cada nomenclatura: la Reforma, los presidentes Juárez y Madero, y la Constitución. Si reunir más de dos millones de personas para manifestarse públicamente contra una elección era ya un hecho inédito, lo otro, la instalación permanente de un plantón de protesta durante 15 kilómetros era casi un imposible. En el punto climático de su discurso masivo, Andrés Manuel López Obrador lanzó una pregunta simple, sencilla, pero dura y ardua, con el peso de la historia encima: “¿Nos quedamos?”. Un anciano, adormecido por los años, el calor, el gentío y el esfuerzo, alcanzó a escuchar la propuesta y, entre el mar de miedo, incredulidad y pasmo, dijo con simpleza: “Pues nomás tráiganos las cobijas pa’ acomodarse en la noche”. Miles más, muy pronto, tomarían la misma ruta.
*
Bulevar de los deseos truncos de una sociedad imposible de delimitar o de definir, el Paseo de la Reforma bien podría confundirse con el de los Recoletos de un Madrid tan similar a la urbe mexicana pero tan inimitable, tan lejano. Su amplio andador sustituyó a Bucareli como sede del paseo dominical en carrozas de las familias pudientes en el porfiriato. Y sus grupos escultóricos no son la Cibeles, el Neptuno ni una Puerta de Alcalá, sino un conglomerado de nombres, gestas y mitos tan numeroso, que algunos de los bronces han caído en el anonimato –los conteos institucionales hablan de 77. Una diosa alada de la Victoria para conmemorar a los independentistas descabezados en la guerra contra el orden virreinal se halla al lado de una palmera gigante, de antagonistas como Cuauhtémoc y Colón y Cortés; de las sensuales nalgas de una Diana cazadora mexicanizada y mestiza, o de un abstracto caballo amarillo de aburrida geometría amarilla junto al rascacielos senatorial que la voz popular bautizó como el monumento al plátano pelado. Escenario para cien hoteles, doscientos restoranes, decenas de corporativos empresariales, algunas embajadas la Bolsa de Valores, moles que albergan los periódicos “grandes y de la vida nacional”, cines de multiplex y claro, tragafuegos, limpiaparabrisas, voceadores, floristas, neveros y paleteros, y un sinfín de pequeños sobrevivientes que hallan el sustento entre los miles de automóviles y autobuses que transitan a diario por sus dos sentidos. Lo mismo con las esculturas que con sus habitantes y paseantes, se refleja a este país caótico, numeroso y riquísimo, indefinible, por tanto. Ah, y constante movimiento, movimiento paralizado abruptamente por las lonas gigantescas y los tubos enterrados en el pavimento. De súbito, el paseo ordenado por Maximiliano para su comodidad y placer, paró.
*
Alguna mesa de plástico blanco, un par de bancos de madera, un bonche de carteles y de calcomanías, alguna cobija, algún carro con banderita y pegote negriamarillo, un garrafón de agua sin abrir, un radio de baterías, un termo con café, otra cobija y la labor silenciosa, presurosa, machacona, prolongada del ejército de trabajadores puesto en marcha apenas se escuchó el sí marcado por la masa y la inercia y la rabia y la incredulidad. El eco aún no salía de las mentes de dos millones y tantos de ciudadanos: “¿Nos quedamos”. Y ya algunos pocos, aislados, nerviosos, comenzaban a ocupar la calle, la lona, su pedazo de asfalto en este curioso reparto urbano, en estos ejidos de protesta que cancelan los paseos en el Paseo. Que dejan intuir una lucha renovada, revivida, insólita, entre neoconservadores y neoliberales en Reforma. Como si siete décadas de gobierno revolucionario e institucional, como si tres décadas de general don Porfirio y diecisiete años de Benito Juárez y República Restaurada se hubiesen olvidado. La solitaria y fresca tarde de domingo ve el gradual poblamiento del campamento más grande de la historia para la megaurbe más estrafalaria y (casi la más) poblada del mundo.
*
Campeaba la incredulidad. ¿Una sociedad inmersa en el círculo vicioso del consumismo, del hedonismo autocomplaciente, de los medios interesados en el “entertainment” a la gringa (cine, programas, deportes, videojuegos, música para la evasión, no para la recreación y menos para la reflexión) podría mudarse a la calle, a los campamentos, a lo que se denominó “resistencia civil pacífica”? ¿Dejar la televisión, el horno de microondas, el refrigerador, la comida rápida y el teléfono para protestar? ¿No era ya suficientemente enfadoso caminar los domingos bajo el rayo del sol veraniego para escuchar al líder y gritar consignas? ¿Qué se hace en un campamento de resistencia? ¿Sentarse en una silla hasta que se resuelva la petición o la policía desaloje? ¿Preparar café y comida para miles? ¿Escuchar largos discursos revolucionarios? ¿Hallar los viejos libros y discos combativos? ¿Agitar banderas y gritar consignas? ¿Dormitar? La gente, la gente es sorprendente. No sólo acudió al llamado y mudó su vivienda a la zona más cara del país –me refiero banquetas adentro, no calle afuera–, no sólo ocupó sino que se apropió del espacio tomado. Y de qué manera. El ataque mediático fue inmisericorde. Les llamó violentos, renegados, inconformes, anacrónicos, fervientes creyentes en el populismo, estorbos, sucios, nacos, invasores, ilegales, pobretones, desheredados... y ellos respondieron montando una ciudad cultural, un pintoresco carnaval donde confluyeron las expresiones populares de una masa que se descubrió con voz, con una raíz ancestral, con una forma peculiar de existir.
*
¿Qué puede esperarse hallar en una calle tomada? La imaginación puede tomar curiosos vericuetos y hacernos pensar en barricadas, piedras arrancadas del asfalto, hogueras, autos incendiados, comercios tomados. Porque cerrar al tránsito vehicular la avenida más emblemática de la Ciudad de México, corazón de un país centralista, es un acto ciertamente violento, pues entraña cancelar el uso social para el que fue construido: el libre tránsito de vehículos. Se esperarían los gritos e insultos, los dimes y diretes entre los plantonistas y el infinito e incontrolable tráfico vehicular que cotidianamente emplea esa ruta, la presencia ominosa de la policía estatal para controlar y en su caso desalojar. En fin, el caos, el choque. Todo, cualquier cosa, menos un carnaval cultural.
*
La batalla más encarnizada que han enfrentado los miles de ciudadanos plantados en el Paseo de la Reforma, Madero y el Zócalo, desde el 30 de julio pasado, ha ocurrido en el tablero de ajedrez. Claro que se mantienen en la calle como vía de resistencia pacífica para protestar por la forma en que ocurrió la elección presidencial, pero el deporte-ciencia es su principal afición. La estrategia y el oficio requeridos para mover torres y reinas, caballos y peones, alfiles y reyes se ejerce a diario en los varios kilómetros de la avenida más emblemática de la capital mexicana. Prácticamente en todos los campamentos, bajo las inmensas lonas amarillas, es posible encontrar al menos un par de jugadores concentrados en derrotarse mutuamente. Los menos jugando dominó y baraja. Pero también hay libros. Y periódicos murales. Y dibujos . Y carteles. Y frases manuscritas. Y mojigangas. Y música. Y baile. Justo en eso, en el carácter pacífico y sobre todo cultural de la Asamblea Permanente, como la nombran sus integrantes o del secuestro de la ciudad de México como los medios masivos insisten en calificarla, radica la gran sorpresa. En redescubrir a la sociedad solidaria y auto organizada, comunitaria. Debajo de las lonas gigantescas, interminables, de los kilómetros de mantas, carteles y periódicos murales, ha surgido un ambiente carnavalesco, festivo, que en medio de la tensión, de la rabia sorda que se adivina en la sociedad mexicana inconforme, ha transformado la protesta y la ha vuelto sinónimo de expresión individual, de toma de conciencia histórica, de visibilización de la cultura popular mexicana. No podría entenderse pues, de otra forma, que durante las noches, la música vague, sigilosa, de un campamento a otro. Que la melancólica alegría del son jarocho, encarnada en una treintena de jaraneros, acuda religiosamente a visitar a los plantonistas y ofrezca largas sesiones de fiesta con los zapateos, las arpas, las jaranas y los requintos tradicionales del sur de Veracruz. La brigada de voluntarios, autogestiva y sin dirigentes, surgida casi por generación espontánea desde la gran marcha que provocó el plantón, no ha faltado un sólo día con su regalo sonoro y se le conoce simplemente como Fandango por la Democracia. Y así como ellos, cientos de cantautores se lanzan a los múltiples foros de los campamentos para ofrecer música y no sólo inconformarse mediante piezas oratorias. Y dada la calidad de andador forzado en que Reforma se ha tornado, ha devenido en foro repentino, fugaz para declamadores, cuenta cuentos, saxofonistas, violinistas, percusiones africanas y brasileñas, tenores, bandas de viento. Sonidos distantes del mitin y la consigna. Y de la supuesta –y mediática– violencia de los renegados. Pero el centro indudable de este fervor artístico y político es el escenario permanente de la plancha del Zócalo. La plataforma diaria para los discursos de Andrés Manuel López Obrador y sus compañeros políticos, sirve también para otro tipo de rituales. A diario su escenario alberga cientos de artistas: ensambles de cuerdas, de percusiones, de vientos, grupos huastecos, soneros michoacanos de tierra caliente, bandas de rock, ska y reggae, cantantes de ópera, coros y cientos de solistas que lo han reclamado para sí y para el público de plantonistas de todos los estados y seguidores que han tomado primera plancha de concreto de la República. Baste citar que ahí Eugenia León volvió sello del movimiento de resistencia civil su magnífica interpretación a capella de “La paloma” con paráfrasis en la letra a favor de la lucha juarista –y su reciente adaptación obradorista. Desde entonces, la grabación de la pieza suena incesantemente en cientos de reproductores por todo el plantón, lo mismo que la balada “Color esperanza” del cantautor argentino Diego Torres –quien se opone, por cierto, al uso político de la misma– y se han revivido temas de protesta latinoamericanos aparentemente anacrónicos y olvidados que retomaron vigencia: Quilapayún, Amparo Ochoa, Gabino Palomares –quien coordina varias actividades artísticas del plantón–, Los de Palancahuina Carlos Puebla y la nueva trova cubana, entre tantos otros. ¿Cuántas canciones se habrán compuesto en torno al liderazgo de Andrés Manuel López Obrador? Hay centenares de décimas espinelas con la exigencia del recuento y en contra del fraude, cientos de canciones a ritmo de banda norteña, polca, corridos de Zacatecas, chilenas de Guerrero, cumbias, un merengue del Pejelagarto, salsa, reggaetón. Curiosamente, un líder tan denostado y criticado, ha provocado un alud de composiciones y adaptaciones provenientes de todo el país. Se ha ganado el corazón de la música popular. Un movimiento político que canta, que suena, tiene que bailar. Y es lo que se hace en los campamentos de Iztapalapa y de Iztacalco, donde permanentemente un sonidero programa cumbias, salsa, son cubano y hasta reggaetón en un par de pistas cerca del Hemiciclo a Juárez –junto al trío de criticadas canchas de futbol rápido siempre ocupadas–, lo que generó la idea del concurso “Bailando por un fraude” que Jesusa Rodríguez organizó en el Zócalo. Por cierto, que junto a la teatrera –maestra e ceremonias y promotora cultural del plantón–, aparecen actores, escritores y cantantes profesionales que apoyan el movimiento de resistencia: Ofelia Medina, Daniel Giménez Cacho, Isela Vega, Sergio Pitol, Elena Poniatowska, Dolores Heredia, Héctor Bonilla, Regina Orozco y hasta Jorge Arvizu “el Tata” que de oficioso vocero foxista en la serie cómica El privilegio de mandar ahora acabó pejista, tras grabar algunas breves parodias distribuidas masiva y gratuitamente, la más famosa de ellas resulta elocuente: “¡Hay tamales calientitos!” Y qué decir de las pantallas. Los televisores se multiplican y erigen como mini salas audiovisuales con algunos pocos asientos para el paseante. Además de los cuatro documentales de Luis Mandoki de rigor (¿Quién es el señor López?) y de algunos otros como los del Canal 6 de julio (Democracia para imbéciles) o sobre las represiones estudiantiles (El Grito, El halconazo), se proyectan películas: Voces inocentes, El rey Arturo, Canoa, Rojo Amanecer, de manera gratuita y en franca oposición al cine establecido de multiplex, altos precios y público focalizado. La pantalla gratuita, reflexiva, para todos, pues sólo cuestan las palomitas. Y en toda esa amalgama festiva, carnavalesca que subvierte el orden y permite todo exceso a través del humor y la fiesta, encontramos una feria con un carrusel para niños que “defienden a AMLO”; tiros al blanco con Foxestein y King FeCal como monstruos que arrojan agua; carritos en riel; talleres de pintura y manualidades. Algo se ha despertado en estas protestas sociales. Y eso no tiene que ver con las ambiciones políticas ni con los fraudes electorales. El pueblo tomó la calle y no saqueo comercios ni quemó autos o apedreó edificios. Dejó salir esa vena profunda, esa raíz histórica del arte y la cultura popular. Cantó, dibujó, trazó poemas. ¿Existe una forma más civilizada de manifestar el desacuerdo?
*
Eran los mismos autómatas grotescos. Un monstruo de Frankenstein con saco vetusto y polvoso, tornillos en el cuello y manos verdes con uñas blancas; el otro, un King-Kong con negra pelambrera de peluche, colmillos blancos y ojos de canica negra. Como columnas de un templo, un irreverente templo a la picardía popular y a la rabia social. Ambos arrojando agua desde su vejiga artificial a todo el transeúnte en sus cercanías cuando cualquier acertaba en el tiro al blanco que los activa. Como en todas las ferias pueblerinas y de barriada, con sus blancos metálicos de patos, águilas y otras figuras, con sus conjuntos musicales de títeres animados mecánicamente moviéndose al ritmo de alguna melodía. Pero hay una diferencia: el local posee carteles exigiendo el recuento total de votos. Y los monstruos tienen máscaras de látex de Vicente Fox y de Felipe Calderón, respectivamente. Sobre la avenida Juárez, muy cerca del Palacio de Bellas Artes, se instaló una feria del voto. En ella no están los Casillas jugando a la Lotería como en los anuncios del IFE, ni Rosita la del mole, está el campamento de la delegación Benito Juárez donde una asociación de juegos mecánicos y ferias instaló sus aparatos: carruseles donde dan vuelta junto con los niños, carteles con la imagen de Luis Carlos Ugalde que reclaman el robo electoral; una pequeña rueda de la fortuna en que circulan los carteles de “No al pinche fraude” con una imagen en alto contraste de un prohibido Felipe Calderón cruzado por una barra roja; troncomóviles en un riel, canoas con mascarones de dragón y claro, un carrusel donde un letrero advierte: “Los niños estamos con AMLO”. La cultura carnavalesca, el realismo grotesco descrito por Michael Bajtin aquí cobra sentido. En la Europa medieval las diversas carnestolendas llegaban a durar casi la mitad del año en el que se subvertía el orden social en las plazas públicas y el poderoso se mezclaba con el pueblo y el rey feo podía ser aclamado y obedecido y los frailes escribían la Liturgia de los bebedores o La Biblia invertida como en la Cena de Cipriano y se hallaban formas rituales como los bailes populares, obras cómicas de bufones y clowns, y el vocabulario popular en pleno apogeo. En este plantón en que la rabia social se transformó en fiesta, el bloqueo vehicular en andador forzoso, en galería infinita de obras de arte y fotografías –a lo largo de la Alameda–, cientos de miles de mensajes manuscritos de repudio, dibujos grotescos del humor al exceso e incluso, un personaje pintoresco que recupera la cultura de la carpa y el burlesque, Yermo (Guillermo Higuera) quien entre albures, groserías e insultos divierte a los plantonistas con acerbas críticas a los autos (“¿para qué chingaos quieren que se quite el plantón, para que con sus pinches carros puedan hacer solitos los embotellamientos de siempre?) al poder mismo (“es que se siente re gacho que nos insulten, que le digan Carlos Salinas es peor que le mienten la mamacita a uno”) e incluso autocríticas al poder mismo (“ya me voy a dar función al campamento de Dolores Padierna... híjole, es la esposa del tal Bejarano, ¿verdad?, mejor no voy, qué tal si me roban la coperacha que ustedes ya me dieron... ya ven, nomás cría fama”). Esa libertad irrestricta, para hablar mal hasta de uno mismo, para criticar sin tapujos lo que está mal incluso de la propia casa, también es característica de esta ciudad erigida sobre el asfalto, las blancas líneas de los carriles y debajo de semáforos y postes de luz y teléfono. Se respira cierto tipo de libertad. Se respira, además, menos smog.
*
Un hombre espera entumido con una jarana en el regazo. Su soledad es el frío y lo oscuro de la plazoleta que guardan los leones broncíneos en la entrada al bosque de Chapultepec. Otea las avenidas a la espera de un rebozo, un paliacate, de otro sombrero ranchero como el suyo, abandonado en la banqueta, a su lado. Mientras pone en tono el instrumento con un afinador electrónico –paradójica reunión de la tradición centenaria con la comodidad del transistor– arriban un par de amigos fumando un cigarro. Y mientras recuerdan viejos versos de sones casi olvidados para los mexicanos, llega el resto. Silenciosos, discretos, expectantes. Es esa una brigada fantasmal, nocturna, que existe para muchos sólo en los rumores. Aparecen por aquí, por allá, casi al azar. Cinco, diez, treinta, nunca los mismos. Cargan una pequeña tarima fácil de cargar. Tienen instrumentos extraños, alargados, finos. Jaranas de todos los tamaños con requintos y bajos, panderos y quijadas de burro, un acordeón, vaya, y los tacones, los tacones para zapatear. Los vampiros jarochos han deambulado por todo el plantón desde los millones respondieron el temerario sí a una pregunta simple: “Nos quedamos”. Desde entonces son diarios, entercados, asiduos, incansables visitantes de los campamentos. Cada noche un plantón distinto. Las 16 delegaciones. Los 32 estados. Personas de las más diversas estirpes: obreros, estudiantes, amas de casa, burócratas gubernamentales, abogados, campesinos. A todos les entregan su versada, su ritmo, su son jarocho. No tienen líderes visibles sino organizadores. Pero acordaron un nombre para su movimiento: el fandango por la democracia. Y esos ojos cansados tras un mes pernoctando en la calle, alimentándose en las cocinas colectivas, ocupados en la resistencia pacífica, se alegran. Hay extrañeza, pero pronto también alguna risa. El Siquisirí rompe el silencio de la noche, la tranquilidad bajo las lonas. Y desde lejos se alcanzan a distinguir los primeros, rítmicos, zapateos. Hay nombres conocidos, se distingue Joel González, arpista, leonero y ex integrante de Los Cojolites. También la maestría en los pasos de Rubí Oseguera, quizás la más famosa entre las bailadoras. Y la arpista Adriana Cao Romero, siempre sonriente, siempre con voz suave, bella. Ambas llegaron a coincidir en Chuchumbé. Y Luis Miguel Cruz Lara, el líder del grupo La Zafra, de Tlacotalpan pero afincados en Azcapotzalco, igual que sus talleres gratuitos. Tacho y Wendy Utrera, desde Xalapa, con toda la carga de esa familia profundamente fandanguera de El Hato. Y don Luis Chávez, viejo y profundo conocedor del son jarocho. Y Ricardo Martínez Atala, el decimero que dice sus versos grillos y carga con orgullo su jarana charolera “de marisquería” , auto encargado de dar los discursos de lucha social. Y decenas más, siempre mezclados, siempre indiferenciados, siempre donando el son, sin reclamar mérito personal para ninguno. Comunitarios, pues, como en las rancherías donde aprendieron las artes del fandango.
*
Toda la carga social. Ese alud de expresiones populares. Los cientos de miles de hojas sueltas con mensaje de apoyo. Los discursos espontáneos de los manifestantes que de pronto se hallaron ante un micrófono. Los innumerables cartones que, despiadados, critican al poder y a la elección presidencial. La banda de viento campechana que hizo bailar a más de cincuenta. La jaula sobre el auto que en su interior encierra al hombre con máscara de Ugalde. El zanquero con máscara de Fox que manipulaba con un comando al pequeño títere con máscara de calderón. El caballo de Troya armado con huacales. Los inmensos, coloridos toros de cartonería provenientes de Tultepec. El vistoso luchador amarillo-negro con dos letras sobre su escudo en el pecho: PG. Los miles de niños –y adultos– cargando su muñeco de vinil de traje negro, banda tricolor al torso y gallito en el cabello cano. Los letristas de todos los corridos. Las fotografías. Los cientos que ondeaban una vistosa bandera tricolor. El primero que gritó la frase “Voto por voto, casilla por casilla”. Los vendedores de elotes y jicaletas. El que acuñó la moneda conmemorativa de la resistencia civil. Los millones que han sido movilizados. ¿Serán un peso, un alivio, un apoyo? Es difícil decirlo. Lo cierto es que Andrés Manuel López Obrador, candidato perredista, líder del movimiento, lleva consigo una larga cauda social, un grito popular, un colorido carnaval que en su expresión artística lleva la protesta política. Como uno más de los habitantes de esa urbe erigida sobre el asfalto, reflejo del imaginario de esa sociedad que persiste en hallarse a sí misma.