30.10.08

La raigambre europea y medieval de nuestro Día de Muertos


Texto y fotos: Sergio Raúl López


Trazar un camino de flores de cempasúchil. Colocar tamales, pulque y camote en las ofrendas. Adornar papel picado con calaveras, flores y otros motivos tradicionales. Comernos dulces de azúcar en forma de cráneos o panes con forma de cadáveres. Todas esas son costumbres de las fiestas de Días de Muertos y nos remiten, indudablemente, a la cultura prehispánica con sus tzompantli llenos de calaveras, el mes de su calendario dedicado a los muertos y su absoluta despreocupación por la muerte como lo demuestran los sacrificios y las guerras floridas. ¿O no es así?
La verdad no puede ser más lejana. Por ejemplo, el pan y los dulces de azúcar con forma de huesos, de calaveras o de cuerpos de difuntos no son una invención de la cultura mexicana, así como tampoco las ofrendas que se colocan en la madrugada del día primero de noviembre. Provienen, más bien, de la Europa medieval y son costumbres católicas y profundamente jesuitas, incluso de raigambre romana. Pero de ninguna manera, como se nos quiere hacer creer, representan resabios de la cultura indígena mexicana.
La aclaración corre a cargo de la historiadora, la doctora Elsa Malvido, de la Dirección de Estudios Históricos del INAH. La especialista rememora que al iniciar trabajos sobre demografía histórica en los archivos parroquiales del periodo colonial en el Proyecto Cholula del IINAH, muy pronto se vio estudiando epidemiología y enfermedades infecto-contagiosas, y a llegar a una conclusión: hasta 1950 el desarrollo de las poblaciones estaba directamente relacionado con la muerte, las pandemias, las epidemias y las endemias, es decir de qué y cómo fallece la gente.
Las fiestas de Todos los Santos y de Fieles Difuntos, prosigue, son rituales que se inventaron en la Francia del siglo X por el Abad de Cluny, quien decidió rescatar la celebración en honor de los macabeos –familia de patriotas judíos reconocidos como mártires en el santoral católico– el día dos de noviembre y dispuso el día anterior para celebrar a los santos y mártires anónimos, aquellos que no poseen nombre ni apellido, ni celebración en el calendario ritual católico.
En ese día de Todos los Santos, por cierto, se disponía en el templo de un inmenso altar en el que se exhibía el ara, es decir las reliquias de personajes santos que cada iglesia poseía en sus altares, bien fuera huesos, cráneos u otros restos, la tierra donde fueron enterrados o una parte de la ropa que portaban. 
Las reliquias y el relicario eran considerados intermediarios del hombre ante Dios, pues se podía negociar clemencia para que el cuerpo o el alma no fueran tan castigados. Es por ello que en México, mientras los indios eran enterrados en el atrio, la parte más barata, los acaudalados eran inhumados cerca del altar mayor, del ara, para asegurar una intercesión divina para la salvación de su alma.
Precisamente por ello, en la fiesta de Todos Santos, los católicos recorrían la mayor cantidad posible de altares, iglesia por iglesia, para ganar indulgencias. Iban anotando cuántas reliquias visitaban para, al final, calcular los años de perdón obtenidos. Y antes de entrar al punto final, la Catedral Metropolitana, los feligreses compraban un pan o un dulce de azúcar con forma de reliquia, mismos que el cura bendecía y que finalmente colocaban en casa en una mesa junto con el santo familiar y frutas variadas. 
Ese es el origen del altar de muertos, mismo que se acostumbra en Argentina, en Chile, en Perú. E incluso en Sicilia, Italia, donde además de colocarse el altar de muertos, se tiene la creencia que los parientes visitan el hogar y traen juguetes para los niños, una tradición religiosa que proviene de una antigua tradición romana. En el norte de España, en Galicia, en la cena del 31 de diciembre, la comida se deja la mesa puesta para que vengan los parientes a comer, lo que también es una tradición romana incluso más antigua que la anterior. Y estos son ejemplos que Malvido ha presenciado personalmente.
"Seguir pensando que es una tradición de origen prehispánico significa que no entendimos nada, puesto que es profundamente romano", afirma sin chistar.
Y este fenómeno puede hallarse en todo el mundo europeo, en estas fechas las dulcerías venden calaveras y panes con forma de hueso de Todos Santos. Incluso podemos comprobar cómo las calaveras dulces tienen una coronita y una flor, asistiendo a la Catedral Metropolitana para ver las reliquias que se exponen ese día. El primero de noviembre se abre el altar de reliquias y ahí pueden verse los cráneos con su coronita dorada y flores de seda coloreadas.
"En Venezuela he visto el Altar de los Santos en la Universidad de Carabobo, una mesa gigante llena de santos pintados, en escultura, en papel, cartón, cerámica, incluso algunos no reconocidos por la Iglesia Católica, sino provenientes de devociones populares", insiste.
En México, esas visitas terminaban en la Catedral Metropolitana y durante esos dos días se realizaba una gran verbena popular afuera del templo con carrusel de caballitos, obras de teatro, merenderos con venta de fritangas y fruta, juegos de lotería, bailes. El Ayuntamiento de la Ciudad de México rentaba estos espacios, a un precio tan alto, que los comerciantes decidían establecerse hasta enero o febrero.
Los que inventaron la leyenda de que esta celebración era prehispánica, fueron los intelectuales de los años 30, sin embargo, los pensadores decimonónicos tenían mucho más claro este fenómeno. Escritores como Ignacio Manuel Altamirano y Antonio García Cubas relatan enojados que los mexicanos, en esta época, se vuelven "osófagos" lo que les representaba una vergüenza para el país.



La velación, una costumbre reciente
El permanecer en vela en los panteones para aguardar el día primero, tampoco es una celebración prehispánica, insiste Malvido. Los fieles solían pernoctar el día que Cristo es crucificado y velar su cuerpo, y lo mismo hacían con sus familiares fallecidos, el día que los enterraban así como al cumplirse un año del fallecimiento y también los días de fieles difuntos. Así que cuando las Leyes de Reforma retiraron los panteones de las iglesias y los volvieron cementerios civiles, esa tradición y la verbena, se trasladó a estos sitios.
Curiosamente, la tradición comenzó en las tumbas de los ricos, que eran vestidas con encajes y mantones, adornados con porta velas y candelabros de oro y plata. Durante la noche, los criados permanecían ahí para custodiar las tumbas. La gente acudía a los panteones a visitar estas tumbas adornadas y a pasear a sus hijas vestidas elegantemente –para buscarles marido bien acomodado–; luego, cada quien comenzó a adornar, de acuerdo a sus posibilidades sus propias tumbas familiares. De ahí comenzó la tradición de visitar y pernoctar en los panteones la noche del día primero de noviembre.

Un cuarto de siglo
Hace veinticinco años, la doctora Malvido fundó el Taller de Estudios sobre la Muerte, que hasta la fecha funciona con sesiones quincenales. Todo comenzó, rememora, con el congreso Así estudiamos la muerte hoy, realizado en el Museo Nacional de Antropología y que fue el antecedente directo del taller. Hace una década se realizó un segundo congreso, El cuerpo humano y su tratamiento mortuorio que se publicó y ahora es un libro de texto de varias especialidades.
Las dos reflexiones más importantes que han surgido del taller han sido, primero, la de demostrar como se afirma líneas arriba, que las fiestas del primero y dos de noviembre, son de origen católico y fueron establecidas desde el siglo X, desmitificando de este modo, la reinvención política y antropológica que afirma que provienen de los días de muertos prehispánicos.
La segunda conclusión, no menos trascendente, es la de entender que el animal humano es uno y el mismo universalmente, y que por cierta característica de temor y esperanza, posee creencias similares en todas partes, realiza rituales en la esperanza intentando proseguir la vida después de la muerte y guarda la memoria de sus ancestros, de los antepasados, intentando que sus existencias no se borren.